Brevísima historia
Sus pies inquietos me despertaron. La cama estaba fría, había un abismo entre cada cuerpo, sentía que estaba congelándome. Nunca dormimos tan espaciados, esa noche presentía lo malo. Pero era tal el cansancio que acabó por envolverme.
Aún así me mantuve de espaldas, estaba expectante, no sé, lo presentía, sabía que algo iba a pasar, y el no moverme era una forma de esperar lo peor.
Sentí su mano en mi pelo, y cerré los ojos. No quería que supiera que estaba sintiendo cada segundo de su respiración.
Perdía sus dedos en mi pelo, y en mi cuello, me acariciaba tan sigilosamente que se me erizaba la piel. Y entre medio siento una congoja, no mía, sino de él: estaba llorando. Supuse que no quería hacer ruido, pero aún así entre tanto se sentía alguna que otra lágrima queriendo no callar.
Y comenzó a hablarme.
Temía por lo que fuera dicho, porque sabía que era todo lo que no supo decir en la vigilia de nuestros días. Temía porque sabía que se lo había guardado y lo que se mantiene en silencio es tan peligroso como lo quebrado.
Y era todo tan pausado y lento que cada segundo valía mil años.
Me dijo que me amaba, que se le estallaba el corazón de amor, y que me quería tanto que no contaba los segundos porque lo hacía como si fuese el último. Dijo que me amaba por mi ser, mis formas, mis locuras y la valentía que me servía de coraza. Dijo que me amaba porque la vida que llevábamos era una aventura y nunca se aburría, no había desenlaces, siempre nudos, nudos y nudos. Y no los podía desatar. Y se había abrumado de eso que nos poseía de problemas, se había cansado de mis cosas irresueltas y la mente tan enroscada que siempre me ganaba de mano. Se había cansado del humo que me rodeaba y de no poder lidiar contra mis dolores, y cargar con la mochila y así sobrevivir.
Mientras tanto yo seguía ahí, entumecida, sin abrir los ojos, sin siquiera moverme, cada tanto respiraba fuerte por si se olvidaba que era un ser humano y quizás lo estaba escuchando, pero aún así permanecí inmóvil frente a ese alud.
Me dijo que no podía decírmelo despierta porque sabía que me iba a enfermar. Me conoce tan bien que era una piedra que me iba a aplastar por mucho tiempo, y en algún momento lo iba a superar, pero mientras tanto iba a vivir sin aire, bajo la piedra, intentando resolver el "por qué", y los "qué pasó", y los "no todo es tan fácil". Hasta que al fin resonó, eso que no quería que dijera, eso que era lo único que no podía pasar, eso que al fin y al cabo no tenía retorno, eso que me iba a hacer odiarlo, y me quedé sin aire ni bien pronunció esa puta consonante que de por vida iba a aparecer en mis sueños: "Conocí...". Y ¡Pum! Puñalada al ventrículo izquierdo, "a alguien...", y ¡zas! la carótida colapsó. "Ya no podemos estar juntos".
Me senté en la cama. Lo miré, sin oxígeno, sin miedo, sin dolor, con la tristeza golpeando mi estómago y la mismísima impotencia del "todo está perdido".
Sólo lo mire. Y su expresión fue más de sorpresa que de angustia. El desamor estaba ahí, entre nosotros. Y no había más que decir. No quise explicaciones, en una mirada entendimos que toda mi catarsis iba a ser vana ante la situación. Todo estaba hecho.
En media hora junté todo lo que creía necesario que me servía para subsistir. Lo despedí con el aire que arrojé al pasar por su lado, y así nomás partí, sin recuerdos, sin dignidad, sin la frescura que me caracterizaba y acababa de dejar en ese departamento. Sin la vida que se me había ido gracias a su incomprensible necesidad de tapar todo con el "está todo resuelto". Sin su intento de decírmelo en la cara y así haberme ido con sus ojos de que al menos estaba haciendo lo correcto, y lo merecía.
Me fui poblada de todas esas fotos que habíamos sacado y con todas las veredas que habíamos pisado, cuántos Soles, cuántas nubes, cuántos besos y cuántas flores. Me fui, prendiendo fuego mis pasos, quebrada, de a pedazos, caminando hacia el blanco fácil, el corazón desolado, el mundo real que me espera, sin ver para atrás, y la noche que me abre los brazos, intentando, por un segundo, abrazar los ojos caídos y el pelo que aún tocan sus manos.
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