Que venga y me haga mal, pero que venga igual
Tocaste mi puerta. Mi corazón dejó de latir.
Silencioso preparaste tu indescriptible café, y te sentaste.
Me miraste un largo rato, mudo. Sin palabras pudiste darme a entender todo lo que sentías.
Me hablaste de cuánto la querías, de tus metas, y de las locuras que agradecías haber compartido conmigo.
Me hablaste de lo mucho que te apetece vivir.
Me pediste que no deje de saber que estas bien.
Me hablaste de lo que habías logrado gracias a tu confianza, y del poder que tenías para conseguir que tu piel esté compartida con los demás.
Me suplicaste que deje mi calor para mañana, que escriba con el corazón, que hable de lo que siento.
Y pude sincerarme. Por primera vez en mucho tiempo pude hablarte. Con los ojos empañados te conté de mi vida, y maldije que hayas aparecido, nuevamente. Pero a la vez te dí a entender que me importa que de vez en cuando lo hagas. Vení y haceme mal, pero vení igual.
Tu presencia me paralizó, pero no fue impedimiento para las palabras.
Luego reímos, reímos acostados en la alfombra. Tus caricias eran perfectas, pero solo me mirabas. Reiteradamente analizabas las incoherencias de la realidad - es lo que solés hacer cuando la situación te incomoda, o cuando estás por decir algo cambiante para tu rumbo, o cuando estás triste y no lo querés mostrar-.
Temostré un par de cartas, y una vez terminado tu café me abrazaste, y me pediste que te acompañe hasta la entrada.
Tu beso en mi mejilla fue estremecedor, y te fuiste. A mitad de camino detuviste tus pasos, giraste para mirarme, y continuaste.
Nunca más te volví a ver.